Cuando la vi desnuda

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(Marcos 10,2-16) Cuando la vi desnuda ante mí, el tiempo se paró. Yo creía conocer sus sentimientos, su manera de ver la vida; la había visto enfadada, tierna, compasiva; había admirado su inteligencia, su fortaleza ante los problemas; me había mostrado, llorando y apoyada en mi hombro, también su vulnerabilidad; pero esto era distinto. Su anhelo, mi anhelo; su deseo, mi deseo; su piel, mis manos; sus labios, mis labios. Yo iba a ser por entero para ella, ella iba a ser por entero para mí; gracias Señor.

“Las flores con ser las flores, no son nunca lo primero. Lo primero en un jardín es el amor del jardinero”.

Cuando la vi desnuda, jugando con nuestro hijo en la bañera, bañándolo, riendo los dos… el tiempo se paró. No veía más nada que a las dos personas que le estaban dando sentido a mi vida, por las que quería entregarme por entero. Compensados quedaban los madrugones y los problemas, las angustias del trabajo y los sinsabores cotidianos de la vida. Con una esponja derramaba agua sobre la cabeza de nuestro hijo, y él reía. ¿Cómo podré darte las gracias, Señor – a mí mismo me decía-?

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Cuando la vi desnuda en la cama del hospital, tan frágil, tan serena, tan valiente; afrontando aquel trance llena de esperanza, queriendo quitarle hierro a sus dolores para no preocuparme; recordándome tal y tal cosa que no podía olvidar… un sentimiento de incomprensible plenitud me embargó: con tu ayuda, Señor, saldremos de ésta – sentía convencido-.

Cuando la vi desnuda, y la abracé, y la miré a los ojos, le dije: “Tú sí que eres hueso de mis huesos y carne de mi carne. Gracias Dios mío”.

 

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