Un western a la antigua usanza

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El cine español hace tiempo que dejó de hacer cine típicamente patrio. Antes, aunque uno no conociera a ninguno de los intérpretes ni responsables técnicos de una película concreta, aunque no viera los créditos ni hubiese elemento alguno (geográfico o de otro tipo) que identificara la cinta como española, era fácilmente discernible que la obra en cuestión se había hecho en, y sobre todo por profesionales de, España.

{xtypo_code}España-Francia-Bolivia, 2011. (98′)
Director:  Mateo Gil.
Producción: Andrés Santana, Ibon Comenzana, Jerome Vidal, Paolo Agazzi.
Guión:  Miguel Barros.
Fotografía: J. A. Ruiz Anchía.
Música: Lucio Godoy.
Montaje: David Gallart.
Intérpretes: Sam Shepard (James Blackthorn), Eduardo Noriega (Eduardo Apocada), Stephen Rea (Mackinley), Magaly Solier (Yana), Nicolak Coster-Waldau (James joven), Padraic Delaney (Sundance), Dominique McElligot (Etta).{/xtypo_code}

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Ahora ya no; desde hace unos años, las historias son más universales, y, en ocasiones, algunas películas podrían pasar por estadounidenses. Ello de por sí no es bueno. Quiero decir, que una película sea norteamericana no implica que tenga calidad artística, pero aquí hablamos de la técnica, del modo de hacer cine, y de la posibilidad de que una determinada obra pueda venderse, verse, en un mayor número de países. Y esto sí que es bueno para nuestra cinematografía.

Tras haber escapado de los Estados Unidos, el legendario Butch Cassidy murió tiroteado junto a su amigo Sundance Kid en Bolivia, en 1908. Al menos, esa era la versión oficial. La verdad es que ha pasado los últimos veinte años viviendo oculto, y ahora quiere volver a casa. En su camino de vuelta se encontrará con un joven ingeniero español que huye perseguido después de robar una mina propiedad del hombre más rico del país.

Mateo Gil, que no se había puesto tras las cámaras para dirigir un largometraje desde que en 1999 debutara con Nadie conoce a nadie, nos trae una muestra de que es posible hacer buen cine en España, basándonos en géneros que no nos son propios. Recientemente también disfrutamos del Enterrado de Rodrigo Cortés, que podría calificarse del mismo modo.

Blackthorn tiene la estética y los personajes del western más clásico, el universo típico de sus historias, aunque ni el apartado temporal (se desarrolla a finales de la decada de los años 20 del siglo pasado), ni los decorados (la acción tiene lugar en Bolivia) coincidan con lo que nos acostumbramos a ver en el género cuando estaba en boga. Pero todo nos parece verdadero. Quiero decir, la estética, el espíritu del (buen) western clásico, de ‘las películas del oeste’, está ahí.

La película, rodada sin grandes alharacas, sin parecer demasiado espectacular, hace que mantengas la atención en todo momento, que no quieras perderte ni un sólo segundo. El guion de Miguel Barros no tiene una fisura, y las interpretaciones de Sam Shepard (brillante), y un Eduardo Noriega que mantiene el tipo (que ya es bastante), ayudan a ello. Aunque el peso debería llevárselo Mateo Gil, que sabe manejar con extraordinaria brillantez todos los elementos de la película, darle el alma que necesita. Estamos ante una gratísima sorpresa que no deberían perderse.

 

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