La aventura

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(Lc 9, 51-62) El verano es tiempo de aventuras. Aventuras con los amigos: mochila, tienda de campaña, muchas risas, baños de sol, de mar, de vida. Aventura tasada, medida, con billete de ida y vuelta, con tarjeta de crédito, sin separarse de la wifi… No está mal.

Hay otras aventuras más definitorias, que marcan a la persona. Saltos sin red en la realidad de los más pobres. Pocos se atreven. También es un salto con red, billete de ida y vuelta, una casa y una comunidad que te acogen…

Pero ir a Tánger, o a Editrea, o a un suburbio de Lima a colaborar con quien allí está entregando su vida por los últimos tiene un componente de desubicación grande. Sabes cómo vas, sabes que vuelves, pero no sabes cómo volverá tu corazón y tu espíritu. No vas buscando meramente novedades; vas buscando algo nuevo, a Alguien que sabes que siempre sorprende.

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Pero la verdadera aventura es la que se vive como punto de no retorno. La verdadera aventura es aquella a la que te invita quien no te permite mirar atrás; no porque te lo prohíba, sino porque ha conquistado tu corazón de tal manera que ni en las peores de las circunstancias quisieras renunciar a su mirada. La verdadera aventura es la del amor. Puede ser cotidiana: la persona con la que compartir toda la vida, formar una familia, una profesión de servicio honrado a tu pueblo… Puede ser distinta. Esta llamada a la aventura puede ser silenciosa y callada, o como una música suave ante la que aguzas el oído para que te envuelva. Pueden llamarte a aventurar cuerpo y alma en un solo golpe; a seguir más de cerca al Maestro… Piensa, piensa: Sólo te arrepentirás de lo que no hiciste realidad.

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