La artista derrochó arte y voz en sus dos recitales flamencos
Un buen recital flamenco no necesita de demasiados abalorios o envoltorios que distraigan al espectador y lo alejen del cometido esencial de su cita en el patio de butacas de un teatro. El buen flamenco sólo necesita de una gran voz, un buen guitarrista, un poco de compás por palmas y pare usted de contar.
Con esta filosofía presentó la genial cantaora Esperanza Fernández su recital flamenco del pasado fin de semana en el municipal nazareno. Sobre un escenario desnudo de artificios, tan solo dos sillas y unos micrófonos, aderezado con unos sencillos juegos de luces, derrochó Esperanza arte a raudales durante la corta pero intensa hora de concierto.Una sencillez que también quedó patente en el vestuario que la artista trianera lució en las dos noches de actuación, optando por un flamenco vestido en tonos salmón para el sábado y un sobrio vestido negro en la tarde del domingo.
“Vengo a dar todo el alma y el corazón”, afirmó la cantaora, y cumplió con su palabra, regalando, además, a los presentes una portentosa y pura voz flamenca, con ese toque resquebrajado que tienen los de la raza calé, que invitó durante todo el espectáculo al aplauso y los vítores improvisados. Y es que Esperanza sabe cantar como nadie el flamenco, ya que, como dice una de sus coplas “la grandeza de los cantes hay que saberla templar, llevar duende en la sangre pa cantar por soleá”.
Y cantó por soleá, se fue a Cádiz para cambiar de tercio y probar con las alegrías, paseándose por su barrio de Triana por tangos y recrearse en unas sentidas seguirillas.
El fin de fiesta llegó por bulerías y se hizo acompañar de sus niños que demostraron que el flamenco lo llevan en la sangre. La artista estaba entregada, “notando el calor y el cariño del público”, y eso se notaba, atreviéndose a cantar a pelo, sin micro, y hasta a dar unos taconazos sobre el escenario. Genio y figura…