Pastores o impostores

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(Juan 10, 1-10)  Los sacerdotes, a fuerza de hablar en público, tenemos la tentación de predicar a los demás, sin descubrir cómo el evangelio nos invita, también a nosotros, a un cambio personal profundo, a vivir abiertos al amor. Es cierto que hay quien no nos perdona una; quien está dispuesto a ver la mota en el ojo del clérigo antes de quitar la viga en el suyo; quien carga sobre nuestros hombros todo el peso de la evangelización sin estar dispuesto a ayudar en nada; quien se regodea en el pecado de un cura para arremeter contra todos nosotros.

 

Una cosa os pido: ayudadnos a ser sacramento del buen pastor. Vuestra sinceridad, nos hace sinceros; vuestra entrega, entregados; vuestro amor, nos invita a amar. Vuestra lucha contra la injusticia y la mentira, a ser valientes.

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No nos pidáis elegancia, sino humildad en el trato y en el porte. No nos pidáis que seamos política o eclesiásticamente correctos, sino fieles a Jesucristo. Invitadnos a la casa de los pobres y los enfermos. Contadnos los problemas de los que más sufren y la generosidad de los que menos tienen. Contadnos vuestros pecados y la necesidad que tenéis del amor de Dios.

Que podamos ser predicadores de la fe, la esperanza y el amor del pueblo a quien tenemos que servir. No os olvidéis que somos, como vosotros, débiles personas, y que necesitamos vuestra ayuda para ser pastores buenos. Nada hay más triste que tener que impostar lo que no se es. Sobre todo cuando a quien hay que actualizar es a Jesucristo, la fuente de la verdad, del amor y de la vida.

 

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