(Mc 1, 40-45) DE TODAS las maneras que las personas podemos reaccionar ante el bien que recibimos, “glorificar” es la más elevada. Podemos “corresponder” a un favor recibido; también podemos “agradecerlo”; “encomiar” a la persona que nos ha ayudado; o también “bendecirlo”, “alabarlo”, incluso “aclamarlo” en público… todas éstas son actitudes ante el bien recibido. Pero cuando la persona prorrumpe en bendiciones y alabanza, y glorifica íntimamente a quien le ha hecho tanto bien, su alma se extasía, sale de sí misma para vivir en la gloria de la bondad del otro. La glorificación brota desde el fondo del alma y llega a lo más alto.
En el evangelio del próximo domingo un pobre, un enfermo, un marginado de la sociedad se atreve a acercarse un poco a Jesús y a suplicar su bondad, reconociendo su poder. Jesús se acerca, salta las vallas de los rechazos religiosos y sociales, de los miedos y los prejuicios, y lo acaricia, curándolo. El leproso, viéndose curado, “empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones”.
Hoy siguen siendo los pobres y los enfermos de distintas dolencias, que se han puesto en las manos bondadosas de Jesucristo, de los que con mayor fuerza brota un agradecimiento que da paso a dar gloria desde lo íntimo de su corazón. La autosuficiencia no es agradecida, ni feliz. La conciencia de la propia pequeñez ante Cristo nos hace subir a las profundidades de un amor que nos colma.