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(Mt 18, 15-20) UN DÍA, en la parroquia en la que estaba, presencié un hecho que me llamó la atención. Una persona le recriminó a otra que estaba haciendo algo mal; es verdad que esta persona entendía de aquel tema, pero hizo su corrección con muy poco tacto, con acritud, incluso con soberbia, como quien lo sabe todo.

Estas dos personas no tenían una relación muy estrecha, y esa relación no era de superior a inferior; y, sin embargo, la persona a la que habían corregido escuchó lo que le decía, y sin hacer caso a los malos modos de la otra, lo aceptó y aprendió de lo que le decía. Al día siguiente yo alabé a una su humildad, y madurez; y a la otra le hice ver que sus modos y sus palabras hubieran merecido no ser escuchadas.

Para aceptar nuestros errores y recibir las recriminaciones que nos hacen necesitamos sentirnos íntimamente acogidos. La mejor forma en la que un niño acepta sus errores es abrazándolo y hablándole al oído. Solo aceptamos de buena gana la corrección de quien nos quiere y cuando está hecha con cariño.

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Cuando experimentamos en profundidad que somos hijos de Dios y que Él nos ama incondicionalmente, nos resulta fácil reconocer nuestros límites, aceptarlos con serenidad e iniciar una y mil veces el camino de nuestra conversión. Somos discípulos, siempre seremos discípulos aprendiendo de Jesucristo, que nos habla en cada persona y en cada circunstancia… abrazándonos y al oído.

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