Dejar hacer a Padre

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(Lc 11, 1-13) La oración no es sólo pedir cosas para que se nos concedan; ni repetir fórmulas cargadas de valor tradicional que tranquilizan nuestro ánimo. La oración no puede ser en nuestra vida una costumbre rutinaria sin resonancia en la vida, ni un refugio de nuestras inseguridades e impotencias. Todo esto puede ocurrir, somos personas y sabemos que nuestra debilidad es grande; pero la oración es más.

En el ejemplo que Jesús propone a sus discípulos, se compara la oración con la relación de un hijo con su padre: «¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o, si pide un huevo, le da un escorpión? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!».

La relación cotidiana de dependencia y admiración, de un niño pequeño con su padre, donde se corrige y se anima, donde se enseña y se advierte, donde se enseña lo fundamental de la vida y a mirar con coraje y esperanza el futuro… Esa relación es la que se propone como ejemplo de nuestra oración.

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Nuestro Padre nos enseña a vivir con honradez y entereza, a sabernos perdonados y acogidos en nuestra debilidad; a confiar que todo, todo lo que necesitamos él puede solucionarlo; nuestro Padre nos muestra a cada paso su bondad, su hermosura, su grandeza, por eso no podemos sino mirarlo con admiración y dándole las gracias.

¡Ojalá nuestros hijos puedan mirarnos así y así mirar al Padre!

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