(Juan 20,19-23) Temblor que resquebraja lo anquilosado, viento que barre el pecado, fuego que enardece el corazón, ven Espíritu Santo, Señor y Dador de vida.
Cincuenta días después de la Pascua, hablándoles de su Reino de justicia y amor para los hombres, Jesús envía su Espíritu a sus seguidores, a los doce y a otros de sus seguidores que estaban en Jerusalén. Rompe su cascarón de miedo y de recelo y los lanza a hablar y a amar, a anunciar el amor del Padre hecho carne en Jesucristo y a vivir en el amor de Cristo hecho comunidad de creyentes.
El Espíritu en cada uno de los creyentes produce frutos distintos. Lo mismo que el agua que riega la tierra, que a la semilla de trigo le hace multiplicarse para pan, a la vid preñarse de racimos y al olivo le hace reverdecer en aceitunas, el Espíritu a cada persona la impulsa por caminos distintos; pero a todos nos hace salir de nuestra rutina, de nuestras ideologías para vivir en un amor que nos da la libertad. El Espíritu alienta el amor fecundo de los jóvenes y la luz que brota de la sonrisa de los niños. El Espíritu impulsa y consolida en la sociedad iniciativas de mayor justicia; y dinamismos evangelizadores en parroquias y comunidades. El Espíritu pone en el centro siempre el amor del Padre y a los pobres que son sus preferidos.
Cuando nos dejamos llevar por el amor del Espíritu somos alegres y fecundos.