“…Y en la adversidad”

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(Mateo 2,13-23) LA DECLARACIÓN de amor con la que los novios cristianos se desposan y se convierten en una familia es hermosa y profunda: “Yo te quiero a ti y me entrego a ti. Y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, todos los días de mi vida”. Ese amor de entrega incondicional –que sólo entiende quien ama- los creyentes lo consideramos reflejo del amor que es Dios.

En el gozo y la alegría, el amor de pareja es reflejo del amor de Dios. Pero cuando el amor muestra su profundidad verdadera es en el momento del sufrimiento, en la adversidad. Es en esos momentos cuando, en medio de las debilidades y las contradicciones humanas, el amor muestra mayor luminosidad.

La familia de Nazaret pronto tuvo que afrontar dificultades y adversidades. En el embarazo, la arbitrariedad de un dictado del poder político; en el parto, la pobreza extrema; cuando el niño no contaba ni dos años, la persecución de un poder irracional.

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Nuestras familias son reflejo del amor de Dios. Hemos, por eso, de cuidarlas. Las familias que veamos que pasan dificultad, como las de  Nazaret, han de contar con nuestra ayuda. Especialmente las familias de inmigrantes, que no pueden contar con el apoyo de sus familiares ya que se encuentran lejos. Hacerse cercano, ofrecerse sencillamente a las familias de inmigrantes que conviven con nosotros es una forma de mostrar nuestra fe en Cristo, que tuvo que vivir como inmigrante en Egipto porque Herodes lo buscaba para matarlo.

Hoy Herodes se llama Hambre; y a sus “razones”, hay quien las llama Mercado. Mas ¿cómo llamar a quien racionaliza la muerte de niños inocentes por intereses económicos?

 

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