Religión invertida

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(Lc, 13 1-9) MOISÉS pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró. Amanecía. Como siempre su espíritu se ensanchaba con el amplio horizonte que se abría ante sus ojos. El desierto tiene el poder atrayente de lo enigmático y lo indefinido. Su corazón se detenía ante la grandeza de lo pequeño, ante el milagro de lo cotidiano: las retamas reverdeciendo a la luz primera de la mañana, los pájaros levantando el vuelo al balar de las ovejas, el aire límpido al respirar que lo devolvía a la vida…

A lo lejos vio una zarza ardiendo. Una zarza que ardía sin consumirse. Sus débiles ramas se retorcían en el fuego chisporroteando de sufrimiento. Le recordó a su pueblo, que en Egipto sufría. Le recordó la esclavitud, los latigazos, el hambre y la desnudez de los que sabían que eran sus hermanos. Por un instante su espíritu perdió la serenidad y la paz…
Conscientemente volvió la espalda a la zarza, se encaminó con su rebaño hacia la vaguada donde un pequeño manantial le refrescaría el rostro y la garganta. No le resultaba extraño que aquellos terribles recuerdos lo asaltaran de vez en cuando. Pero ya los conocía, inmediatamente los rechazaba: pensaba en su querida Séfora, en sus hijos, en que a las ovejas le faltaba poco por parir, o se extasiaba en la paz que Dios le regalaba. Por nada ni nadie iba a consentir que unos recuerdos le quitaran una paz, tan religiosa, tan divina, excelsa, elevada…

Un momento, así no era el texto. Pero escribir de conversión personal, de compromiso social o de sacrificio creyente por los demás siempre provoca desazón.

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