Octubre del 82

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(Mateo 22,34-40) —Jesucristo no es original en absoluto. Ya Confucio seis siglos antes que él, y el Antiguo Testamento, hablaban del amor a Dios y al prójimo. Hasta el filósofo Kant ha fundado su moral en un principio parecido sin tener que hablar de Dios, ni hacer diferencias entre creyentes y no creyentes.

—Tienes razón, en el mandamiento principal de la Ley Moral, Jesucristo no intenta decir nada nuevo, porque la búsqueda del bien está inscrita en el corazón del cada hombre y cada mujer desde que la persona es persona.
—Entonces, ¿para qué necesitamos la fe, y la Iglesia, y los ritos, y a Dios? Ya sabemos qué tenemos que hacer, todo está muy claro.
—Yo no creo que todo esté tan claro. Espera unos cuantos años y verás cómo la experiencia te dice lo contrario. Estamos tan inclinados a mezclar el bien con nuestros propios intereses, que necesitamos la fuerza de Jesucristo para vivir, simplemente, como personas auténticas.
—No te entiendo.

—En otro lugar del Evangelio, Jesús proclama el mandamiento nuevo y verás que tiene un matiz distinto: “Amaos unos a otros, como yo os he amado”. Podría haber dicho también: “porque yo os he amado”; o “en el amor que yo os tengo”. Mira, sin la fuerza interior que da la adhesión profunda a Cristo perderemos el amor. Esa hermosa palabra puede llegar a significar lo contrario de lo que debe. Sin la vida que da el amor que Cristo nos tiene, no viviremos el bien con alegría, ni con generosidad. Sin el impulso que da el Espíritu de Jesucristo, nuestros discursos quedarán en meras palabras. Es el amor que Jesús nos tiene el que nos permite tener la virtud y la alegría de amar, cada día de una forma nueva.

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