Sobre el poder y la autoridad

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(Mateo 21,28-32) Mandar, manda cualquiera (por desgracia). Pero tener poder y
autoridad no lo conceden títulos, ni cargos, ni investiduras, ni
siquiera ceremonias de ordenación.

Hay personas que por su lucidez, por su valentía, por sus propias capacidades, tienen poder de sacar a los demás del error, o de vencer las injusticias. El poder del que hablamos es bueno y necesario, permite que la vida sea más humana, y muestra que somos imagen de Dios. La autoridad manifiesta una dimensión más profunda y radical.

Hay personas que no tienen mando ni poder alguno; porque no saben hablar en público, o no tienen grandes capacidades; pero tienen una autoridad que desarma a todos. Son personas capaces de entregarse por entero por la vida de los que quieren, sufriendo lo que sea necesario. Poned rostro a estas personas y veréis que digo la verdad. A principio pasan desapercibidas. No brillan. Pero poco a poco, –con su actitud humillada, con su generosidad sin límites, con la paz que da el hacer lo que se debe, con el aliento invisible del Espíritu que las impulsa y las sostiene—van iluminando todo el espacio que las rodea. Los sabios las escuchan y los que tienen poder las obedecen.

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Jesucristo tiene el nombre que supera todo nombre, ante él toda rodilla se dobla y toda lengua lo proclama Señor, no por ser el Hijo de Dios, sino porque se humilló hasta someterse a la muerte, y una muerte de cruz. Podría tener el mando sobre todas las cosas, pero renunció a él. Fue poderoso en obras y palabras durante los años de su vida pública. Pero es en la cruz donde nos rinde a la autoridad de su entrega, a la fuerza de su amor que a todo mal vence.

Tú estás llamado a ser persona de autoridad. Es tu reto.

 

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