Poder

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(Mateo 17,1-9) “Tuyo es el reino y el poder, por siempre, Señor”, es una de las frases con la que aclamamos a Jesucristo en cada eucaristía. Sus palabras tenían un poder que dejaba mudos a sus contrarios, y hasta hacían retroceder a quienes querían apresarlo. Su persona despertaba tantas esperanzas en el pueblo que el Sanedrín no se atrevió a apresarlo en público. Su propuesta era tan peligrosa que no dudaron en dejar libre a un guerrillero violento para poder asesinarlo con crueldad. Cristo era una persona con gran poder.

En nuestra vida normal decimos, por el contrario, que el poder corrompe. Y,  tristemente contrastamos día a día, que el poder corrompe a los poderosos, y lo usan para satisfacer su egoísmo o para perpetuarse en la poltrona. Pero el poder de Cristo, en nuestra vida y en la historia, no es como el poder de los poderosos. El de Cristo es un poder de humildad, de entrega y de interpelación.

De humildad porque siempre vivió al nivel de los más pobres y nunca buscó la amistad de los privilegiados. De entrega porque todo su poder lo puso al servicio de los que más lo necesitaban; no se reservaba ni tiempo para comer; la noche aprovechaba para abrirle su corazón al Padre. De interpelación, porque maltratado y malherido, cuando ya no podía ni articular discurso, ni responder a las burlas de sus enemigos, es cuando su amor se hizo más profundo y más grande, cuando dio la medida del corazón humano, cuando se convirtió en testigo definitivo y fuente inagotable de vida verdadera.

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No te confíes del que se sirve de su poder para abusar de los otros y mantener sus privilegios. No pierdas tu dignidad por las migajas de su imperio.

 

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