El Dios de nuestros padres y nuestras madres

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(Lucas 20, 27-38) 

Vivimos una época adolescente. Creemos que todo lo que se nos entregó es arbitrario, retrógrado e impuesto. Nos parece que para ser nosotros mismos tenemos que saltarnos todas las normas, todos los límites; y que nuestro comportamiento no va a tener repercusiones más allá del momento en el que lo hacemos.

Nos parece que una sociedad cuyo valor supremo es el consumo y el disfrute es verdaderamente humana; que una sexualidad sin moral es liberadora; que la solidaridad puede ser sincera sin que nos esforcemos en la austeridad personal; que, al margen de qué dirán, todo da igual.

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Nos parece esto, pero nos equivocamos. Sin caer en legalismos absurdos hemos de recuperar el sentido profundo, realista y humanizador de los valores en los que nos enraizaron y desde los que somos: el valor de la familia, el del respeto a los mayores, el del esfuerzo y la dignidad personal, el de la solidaridad con el más débil, el del ser por encima del tener.

Sólo tenemos una intimidad en la que somos y tenemos que realizarla con la prudencia de quien ama y con la valentía de quien es amado. Nuestra fe cristiana se enraíza en la vida humilde, sencilla y cotidiana; en el realismo del día a día; en la sabiduría que podemos sacar de nuestra historia.

 

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