Mi prójimo

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(Lucas 10,25-37)  A nadie puede obligársele a reír. Cuando a alguien se le obliga a reírse sólo se consigue que esboce una mueca extraña en el rostro o que profiera una carcajada falsa y ensayada. Si quieres que alguien se ría, cuéntale una anécdota simpática o un chiste efectista. A nadie se le puede obligar ni a tener fe, ni a tener esperanza, como no se le puede obligar a ser solidario con el que sufre. Son experiencias que brotan de lo íntimo de la persona; y no se pueden mandar. Por eso, cuando Jesús se enfrenta con una persona que se resistía a acoger con bondad a su prójimo, a ser bueno con las personas, a tratarlos como iguales a sí mismos, sólo puede narrar la experiencia de un hombre bueno, de un buen samaritano, que se apiadó de alguien del que no sabía nada, excepto que estaba malherido al borde del camino.

¿Y quién es mi prójimo? El anciano de la esquina de tu calle que necesita que lo saludes y hables con él de vez en cuando; el niño al que sus padres no llevan todos los días al colegio; la mujer con demasiadas cargas que necesita que te quedes con uno de los críos un rato; el toxicómano que necesita tu comprensión y unas leyes que impidan que otros caigan; el nuevo compañero de trabajo que necesita tu comprensión y tu paciencia; el homosexual al que vituperan y del que se ríen.

Los niños de Cajamarca o de Burundi que no tienen escuela; la prostituta que necesita tu respeto y tu ayuda si quiere salir de ese círculo vicioso; la familia que cuida a sus mayores y que necesita una mano y una palabra de reconocimiento; el enfermo que en su casa o en el hospital se siente solo; los ancianos que en su residencia pasan el tiempo en blanco esperando una visita; la familia que por el paro o la enfermedad pasan días de apuro…

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