Las primeras cenas

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Marcos 14, 12-26

ANTES DE la Última Cena hubo muchos momentos de encuentro y de acción de gracias de Jesús con sus discípulos y los pobres. A Jesús le gustaba festejar, le gustaba compartir, le gustaba respirar en la felicidad de los más pobres. Por eso después de estar con ellos dialogando y enseñándoles, después de recriminarles su indiferencia ante el prójimo y exhortarlos a vivir del amor del Padre, los invitaba a todos a comer. Si alentadoras eran sus palabras, más “alimentadoras” eran aquellas cenas para el alma y el corazón de sus discípulos, pobres y pecadores que a él se acercaban.

Aquellas primeras cenas, en las que a veces milagrosamente se multiplicaba el pan para dar de comer a una multitud, todos veían claramente la voluntad del Padre de hacer del mundo una mesa compartida. Lo entendían estupendamente: el mundo ha de dejar de ser trinchera contra el otro, y ha de convertirse en una mesa común donde todos compartamos y vivamos felices. El pan adobado con vino, con las bromas del Nazareno y con poco más, siempre sabía a gloria.

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Quizás en aquellas cenas ya pensara el de Nazaret que le gustaría ser pan para alimentar la esperanza y el amor de aquellos amigos suyos desde dentro de su propia libertad. Quizás aquellas cenas prepararon a los discípulos para la última, de imborrable recuerdo. Quizás aquellas cenas expliquen mejor que muchos discursos aquellas palabras: “Este pan es mi cuerpo; este es el vino de mi sangre; ya no volveré a beber del fruto de la vid hasta que beba el vino nuevo en el reino de Dios”.

¿Cómo llamar a la adoración que se disculpa de construir, con el hermano, un mundo de verdadera justicia y solidaridad?

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