Dejarse encontrar

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(Juan 20,19-29) PENSAMOS QUE tenemos que buscar a Dios, y nos equivocamos. Pensamos que tenemos que encontrar a Cristo, y erramos en nuestra manera de afrontar nuestra fe y nuestra vida. Pensamos que nuestro esfuerzo es el que nos abre el camino de la vida, y solo cuando, cansados, nos abandonamos estamos en situación de ser encontrados.

En la vida, el precio que tenemos que pagar por lo que da sentido  es tan grande que nunca podemos costearlo. No podemos comprar el amor verdadero, ni con dinero ni con sacrificados favores. El amor se nos regala gratuitamente o no es amor. No podemos comprar el aprecio de los demás, y si intentamos hacerlo nunca nos apreciarán de manera ajustada a los esfuerzos que hemos hecho para conseguirlo. Las sombras del victimismo y la inseguridad son alargadas, y oscurecen nuestra alma en cuanto nos quedamos solos.

Los evangelios de estos domingos nos hablan de la experiencia de los discípulos con Cristo Resucitado.

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Tampoco los primeros discípulos pudieron forzar el encuentro con Cristo Resucitado. Lo único que hicieron algunos fue encerrarse en una casa, paralizados por el miedo, dándose un poco de ánimo unos a otros. En ese reconocimiento de la debilidad propia, en esa confianza en que la debilidad ajena puede ser nuestra propia fortaleza, Jesús de Nazaret se presentó en medio de ellos entregándoles una paz profunda, inédita.

La fe es experiencia de encuentro con Dios; que nos encuentra en nuestra sorpresa por lo gratuito y lo inmerecido que llena la vida. Tener fe es dejar de correr y dejarse encontrar.

 

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