Miradas y caricias

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(Marcos 1,40-45) CADA VEZ que paso por un cruce de carreteras la veo. En verano tenía una sombrilla que la protegía débilmente del sol y del aire abrasador de agosto, ahora en invierno (más tapada con ropa ceñida) sigue en su puesto de trabajo o, por mejor decir, en el lugar donde una inmisericorde esclavitud la ha relegado. Unos la miran con deseo, de ellos sobrevive. Otros la miran con asco. Otros con lástima, o con indiferencia. Pero, todas nuestras miradas le hacen daño.

Sentirnos observados y mirados, como bichos raros; sentirnos juzgados, condenados o amnistiados, a todos nos molesta. La mirada tiene una fuerza personal que salva o esclaviza. Con una mirada podemos avergonzar y hundir a alguien.

Mirando a los ojos lo afrontamos en su realidad personal desde nuestra realidad personal, para contarle lo que nos ha ocurrido, para escuchar un retazo de su propia vida, para decirle lo que pensamos. En el evangelio de esta semana se nos narra cómo Jesús cura a un enfermo de lepra tocándolo, acariciándolo. Nuestra piel, nuestras enfermedades, nuestras virtudes, nuestras capacidades, todo lo que somos, o hacemos, es expresión de nuestra persona y nuestra vida. Cuando miramos a alguien sin tener presente su dignidad de persona, cuando lo tratamos como “delincuente”, “enfermo”, “discapacitado”, “drogadicto”, “corrupto”… él siente que lo estamos juzgando y condenando.

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En el evangelio de este domingo, Jesús nos enseña a mirar a todas las personas a los ojos, como lo que son, hijos de Dios. Y a ayudar humildemente a quien lo necesite, pidiéndole internamente perdón por habernos dado cuenta de su carencia y su necesidad.

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