Un hombre justo perseguido

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DICEN ALGUNOS especialistas en la Biblia que los evangelios de la pasión se redactaron teniendo presentes textos del Antiguo Testamento, el cuarto cántico del Siervo (Isaías 52-53) y el Salmo 22. Las coincidencias son tales que no hay porqué dudarlo. Es más, los primeros sorprendidos por la similitud de la pasión de Jesucristo y estos antiguos textos serían los propios discípulos.

El Salmo 22 es un poema de fuerza desgarradora y de expresividad sin parangón. “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? Te queda lejos mi clamor, el rugido de mis palabras”. Es un requerimiento intenso, urgente, de quien se sabe radicalmente necesitado de su Dios. No es una protesta, brota de la necesidad de explicarse un hecho incomprensible: “Me persiguen a muerte, precisamente, por buscar tu justicia, Señor”. Una oración tan personal indica una intimidad radical con Dios, en medio de la angustia y de un dolor inhumano.

Los que lo persiguen son dibujados con rasgos de fieras salvajes. Son como un “tropel de novillos”, como “toros que me cercan”, como “león que descuartiza y ruge”, “como mastines que amenazan desgarrar mis brazos y mis piernas”. El que así reza no los condena, no los juzga; sólo describe la amenaza que siente cernirse sobre él.
Dios no está lejos del clamor del justo perseguido, y salva su vida de la espada, de las fauces del león. Por eso, el que reza no sólo le da las gracias, sino que “cuenta su fama ante sus hermanos, ante la gran asamblea”; y “hasta los confines de la tierra, todas las familias de los pueblos” sabrán que Dios salva y consuela, da fortaleza y llena de ánimo a los que por buscar la justicia se ven envueltos en cualquier tipo de problemas.

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