El Dios de la Vida

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(Mateo 22,1-14) Si recordáis, en el evangelio de la semana pasada, Jesús les hablaba a los que mandaban, a los sumos sacerdotes y a los senadores del pueblo. También el próximo domingo, Jesús se dirige a ellos; les propone una parábola con la que intenta que reconozcan la actitud que los está alejando de Dios.

Toda la tradición de los profetas había comparado el Reino de Dios con un banquete, donde todos los hombres, como hermanos, iban a saciarse de manjares suculentos y de vinos de solera. El Dios de la Biblia –y Jesús lo ratifica– es el Dios de la Vida, de la Bondad, de la Benevolencia. Es el Padre que disfruta viendo a sus hijos alrededor de la mesa compartiendo bromas, canciones y acción de gracias por la vida.

Pero incomprensiblemente, en la parábola y en la realidad, en vez de disfrutar de la vida que se nos regala, las personas nos encerramos en ideas que nos paralizan, en tareas que no tienen fruto ninguno, en satisfacer unas necesidades que no son las nuestras y que nos dejan vacíos. Incomprensiblemente marcamos una línea que divide a los míos –los buenos—, de los demás— los malos; y nos introducimos en una espiral de desprecio y de competitividad que nos quita el gusto por la vida.

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Es cierto que los que mandan (a nivel económico, político o ideológico) pueden ponernos más difícil la vida. Seguro que de eso ustedes saben más que yo. Pero no hemos de dejar que nadie nos amargue la existencia. Entre todos, tenemos los resortes necesarios para vivir en continua acción de gracias.

Llegado el caso, también nosotros podemos experimentar que el Señor cuida de nosotros; en las situaciones difíciles palpamos su providencia y su misericordia. Así rezamos: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.

 

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