“Paz a esta casa”

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(Lucas 10, 1-20) No era una estrategia, sino el resumen de lo que aquellos pescadores y obreros sencillos, convertidos en predicadores ambulantes, tenían que mostrarles a todos sus vecinos.

 

“Paz a esta casa”—es el saludo con el que Jesús recomienda a sus primeros discípulos que comiencen todas las conversaciones en las que van a ir anunciando el Reino de Dios.

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Jesús no entendía el Reino como algo para los muy santos, ni los muy escogidos, ni los muy esforzados. Todos, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, cumplidores y menos cumplidores de la ley judía estaban convocados a vivir de una forma nueva: la mirada confiada y viviendo el presente, el gesto apacible y sereno como quien está a gusto consigo mismo y con su vida, la voz alegre de agraciado, la mano tendida de hermano, el corazón confiado de hijo.

¿Por qué no íbamos todos a poder vivir la gracia y la paz que el Padre nos desea? En nuestra cultura se han perdido los saludos. Se redujo el “vaya usted con Dios”, y se quedó en un incomprensible “adiós”.

En los muchachos jóvenes se reduce a un “eh!”, o incluso a un leve movimiento de cejas, como si se fingiera una sorpresa no sentida.

Los saludos son importantes, sobre todo cuando ya se hacen rutinarios, cuando no necesitamos pensarlos para ser educados y corteses, para transmitirle al otro que cuenta con nuestro aprecio y respeto, que le deseamos que la paz del Padre, que sabemos que es amado por el Hijo.

En las misas sí que se saluda bien: “Que el Señor esté con vosotros”; “Y con tu espíritu”—se responde… Pues quedaos, toda esta semana, con la paz de Dios (dicho sin rutinas, de corazón).

 

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