Llagado

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(Juan 20, 19-21) Sin ocultar sus heridas, sino mostrándolas como prueba de su amor sin límites a todos, llega Jesús resucitado a sus discípulos. Llagado de pies, manos y costado se presenta en medio de ellos deseándoles paz. Con Jesús todo es paradoja, quien más violencia ha sufrido es quien más derecho y poder tiene para entregar la paz.

Tanta fuerza tienen las llagas de Cristo para quien las contempla en la intimidad de su oración y en la densidad de la historia que un santo Padre no dudaba en decir que el lugar de la Iglesia, de la comunidad cristiana, es el de las llagas de Cristo. Un Cristo sin llagas nos transmite una vida falsa, una fe debilitada, un cristianismo sin compromiso. Nadie que se acerque sinceramente a las llagas de Cristo puede salir indemne.

Puedes acercarte desde tu oración contemplando cómo en las llagas de aquel hombre se transmutan tu arrepentimiento en perdón, tu desazón en paz, y tu cobardía en nuevas fuerzas para levantarte y seguir intentándolo –cada uno de vosotros sabe a qué pecado, a qué angustia y a qué cobardía me refiero.

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Pero la experiencia definitiva de las llagas de Cristo se da en la historia. Donde hay un hombre, una mujer, un niño llagado, ahí está la iglesia verdadera compartiendo su dolor, consolando con su compañía y liberando con su lucha por la justicia a favor de los más débiles. Por eso, los cristianos que no se acercan a las llagas de Jesús en el ahora de nuestra historia, no son dignos de ese nombre. Ni quien maltrata al inocente, ni quien calla ante la injusticia, ni quién se niega a ser voz de los sin voz, de los ignorados.

Haz, Señor, que experimente, al poner mi vida en tus llagas, que vivo cerca, cerca, de tu propio corazón.

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