¿Desde recién nacido?

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(Juan 1, 1-18) Hubo en la historia de la Iglesia –que como sabéis da para todo– personas que pensaron que Jesucristo fue un hombre tal y como nosotros lo somos, pero que por su virtud y su capacidad de cumplir los mandatos divinos fue “adoptado” por Dios como hijo suyo. Es decir, que el niño nacido en el pesebre, todavía no sería Dios. Jesús llegó a ser, que no es poco, un hombre acogido por la divinidad.

Sin embargo, no es esa nuestra fe. No lo es y no debe de serlo. Porque de ser así, Dios sólo querría de nosotros nuestra bondad, nuestra capacidad para hacer el bien, nuestra fuerza moral para asumir su mensaje. Dios no nos querría en nuestra debilidad, no nos querría en nuestras dificultades, no nos querría en el gozo sencillo que la vida nos depara –no acogió a Jesús en el ámbito de lo divino por nada de eso–.

Pero, entonces Dios no sería Padre. Un Padre quiere a su hijo especialmente cuando es débil; lo quiere especialmente cuando se encuentra perdido en el camino; lo quiere especialmente cuando no sabe y no puede. Nuestra fe cristiana es así de hermosa. Dios Padre quiso a su Hijo, niño recién nacido, débil, sin más poder que el de despertar ternura infinita.  Nos envió a su Hijo para querernos a todos como a sus hijos; especialmente cuando somos débiles, especialmente cuando nos perdemos, cuando no sabemos y no podemos. Es el reto más grande de la fe a la razón, es cierto; pero no hay más camino, me parece, para creer razonablemente en Dios.

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