Amor de Dios, amor de hombre (Marcos 12, 28-34)

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No sé sus nombres. Sólo los conozco de verlos por la calle empujando un carrito de los del Carrefourt lleno de chatarra para conseguir una de las dosis de “base” que necesitan cada día. Primero lo conocí a él, iba siempre con un amigo; irreconocibles por la tizne y la mugre que tenían en la cara y por todo el cuerpo. Me daba ternura contemplar el valor de la amistad en personas tan maltratadas por la vida y por sí mismos. No se podía tener una barba más enmarañada y sucia; cada vez estaban más delgados y demacrados. Al cabo de los años su amigo desapareció y durante una temporada lo vi ganarse solitariamente el “pan” de cada día detrás de su carrito. Un día los vi juntos a los dos, a ella y a él. Ella parecía que podía romperse en cualquier momento por su extrema delgadez. Iban siempre nerviosos y deprisa detrás de su carrito lleno de chatarra. Pensé que se consolaban juntos de tanta ansiedad y desprecio como tenían que vivir; no me pareció mal –no tenía porqué juzgar nada. Como los veía asiduamente y siempre juntos me comenzaron a admirar: el amor echa sus raíces en los que más necesitan, en los más pobres. Pero mi admiración fue creciendo: iban cambiando poco a poco. Él iba más limpio, ella también. Me pareció natural, tenían quien se fijara en ellos con ojos nuevos; tenían quién acariciara y besara su rostro. Los cambios no quedaron ahí, empezaron a engordar, a caminar con más tranquilidad; vestían ropas más cuidadas y limpias. Sus idas y venidas a la casa de los traficantes se espaciaron. Las últimas veces ya no iban detrás de un carro. Hace tiempo que no los veo, ya no suben en busca de ninguna “base”, quizás porque han encontrado a alguien que llenara el vacío que sentían por dentro. Los he buscado para abordarlos y comentarles cómo los he visto cambiar y lo que me ha alegrado su transformación, pero no los he vuelto a ver.

El amor es así, donde llega se quita todo lo demás. El amor se adueña de todo tu corazón, de toda tu alma, de toda tu mente, de todo tu ser. El amor te hace vivir para y por el otro, te arranca de tu egoísmo y de su multitud de trampas para vivir de verdad. No quiero ser exagerado, pero ese amor de mis amigos sin nombre es Dios. El amor que sentimos por los nuestros, con sus historias y sus rostros, es Dios. El amor que en nuestro corazón siempre aspira a más entrega, a más plenitud es el Espíritu de Dios.

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