(Mc 1, 12-15) CUARESMA es tiempo de conversión, de replantearnos nuestra vida para concedernos un espacio para la libertad. Adocenados en la rutina diaria, nos acostumbramos a lo que no nos llena, ni nos hace bien. Necesitamos parar, acoger la riqueza de nuestros sentimientos y nuestra alma, respirar al ritmo de Dios y decir: Aquí estoy, Señor. Eso basta.
Concédete un espacio y un tiempo de libertad: un rato de oración personal en la iglesia o un paseo en soledad, y pregúntate si tienes que seguir haciendo las cosas y sintiendo la vida como hasta ahora lo estás haciendo; pregúntate si lo que haces responde a lo que quieres, o a las concesiones que has hecho a tu propio pecado o al pecado de los demás; mira qué te está quitando la paz, qué te está llevando al rencor, cuándo de cobardía disimulada hay en tu vida.
Ceniza y desierto son los dos símbolos con los que se inicia la Cuaresma. Una ceniza que se nos impone en la frente y un desierto al que acompañamos a Jesús en el primer domingo. Ceniza y desierto son realidades marcadas por la ausencia de vida, por la negación; nada crece en ellos, nada en ellos puede subsistir. Y cuando afrontamos la nada en lo que somos, cuando dejamos que nuestras “negaciones” muestren el poder cotidiano que tienen en nosotros, y gritamos a quien puede salvarnos, Jesús se nos manifiesta como el agua que da vida al desierto calcinado por nuestro egoísmo.