Admiración o envidia

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(Mateo 20,1-16)“Yo no sé ni el color que tiene la envidia”, me decía hace tiempo una mujer mayor. Yo me callaba por respeto, pero sí que lo sabría, porque lo sabemos todos. Tiene color de nausea, de vértigo; de impotencia, de profundo desasosiego que quita el gusto por la vida.

La envidia prolifera en la comparación. Cuando envidiamos reducimos a la persona –también a nosotros mismos nos reducimos—a una suma de cualidades, que pueden medirse o contarse. Dinero, figura, habilidades, inteligencia, relaciones…: tantas tienes, tanto vales. Podría ser la leyenda de la puerta del infierno; porque ninguna esperanza puede albergar quien asienta su vida en los méritos que posee –sean estos de la clase que sean—de que no nos veamos por alguien superados y vencidos; siempre habrá quien pueda despreciarnos (como nosotros despreciamos a quien le faltan las cualidades que más valoramos).

Pero un rostro nunca es hermoso por las facciones que lo perfilan. Las figuras de cera siempre dan escalofríos, por muy perfecto que sea el original. Un rostro –el tuyo, por ejemplo—es hermoso por su sonrisa, por cómo miras, por ese gesto de ingenua sorpresa que produce encanto; por tu llanto; por la tenacidad de tu entrecejo… por todo eso que nos hace admirarte. Como a Dios mismo, que al mirarte, se admira.

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No envidies la suerte de nadie, que la vida no está en las cosas caducas que se poseen. La envidia te aleja de ti mismo, de Dios y de los más pobres. Cuando envidiamos dividimos a la personas en tres grupos, los que nos superan, con los que competimos y a los que podemos despreciar.

¡Qué alegría da tener a Alguien que siempre nos quiere y nos admira; no por lo que tenemos, sino por quiénes somos!

 

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