Sor María, la llamaban.
Una monjita cualquiera;
una más, otra carrera
callada de dulce amor
que, henchida de caridad,
existió con humildad
y la Gracia alrededor.
Sor María, la llamaban.
María de la Purísima
ya está unida a la bellísima,
histórica -y suave- escena
del altar bien cobijado
por el seno ensortijado
atado a La Macarena.
Sor María, la llamaban.
Pienso en su vida; en su reto…
Yo, que apenas comprometo
por el otro algún instante,
tengo lleno el pensamiento
de que me sobra el lamento
y me falta el semejante;
de que, quizás, el camino,
es más sencillo -más claro-
más lógico y más pausado
que el torbellino diario,
reducido a ser la cuenta
del rosario que sustenta
la renta del calendario.
Sor María, la llamaban.
Ya está puesta en los altares.
Cuida de nuestros andares,
ya por sombra, ya por luz,
y aboga por la semilla
germinante aquí, en Sevilla,
de Hermanitas de la Cruz.