Alegría incendiaria

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(Lucas 3, 10-18) TODOS LOS fuegos comienzan por una “chispa” de luz y calor que prende en talaje seco o en productos inflamables. Gracias a aquella sequedad en que prendiste en mí; gracias a este fogoso ser mío en el que prendiste la pasión, a veces dolorosa.  

Cuántos desiertos vive el apasionado por la justicia… El desamparo de los débiles, el absurdo del sufrimiento, el dolor de los pequeños… Cuánto fuego que busca quemar la injusticia que mata, el pecado asesino que quita la casa, el trabajo y el pan.

Pero las brasas de tu incendio siempre dejan poso de alegría. ¿Cómo permanecer en la tristeza si estás tú? Tu comprensión me hace vivir mis debilidades en paz; tu sinceridad me despoja de  mi hipocresía; y la ternura de tus manos, de la angustia en la que se convierte mi soledad. Tu voz ahuyenta el miedo; tu palabra me ofrece mi última razón; tu presencia llena de música mi existencia cotidiana. ¡Qué se alegren los sencillos del pueblo!, que Dios viene hecho hombre, en clase de pobre, a construir fraternidad. Mientras más “hijo” seamos, más hermanos, para hacer de nuestro mundo mesa común en la que se comparte, se ríe y se canta.

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Prestados tendría que pedir poemas y cantos con los que poderte glorificar. Ahora ya no puedo dar sólo las gracias; porque la misma gracia, mi misma gloria, eres tú. Mi “yo mismo” más auténtico eres, ahora, tú; y “nosotros” se dice, ahora, “comunidad”.

Cuando soñamos con la ternura del Padre, el realismo del Hijo y la alegría del Espíritu, los sueños no sólo cambian el mundo, hacen que merezca la pena vivir en él.

 

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