(Lc 18, 1-18) El señor nos llama a rezar cotidianamente, a meditar su palabra, a presentarle nuestra vida y a dejarnos arrostrar por el misterio de su amor.
Algunos, incluso algunos creyentes, descubren la meditación en el zen o en el budismo porque desatendieron la llamada de Cristo a la oración cotidiana, desde la intimidad en la que somos, y desde la que vivimos. También es verdad que las parroquias y las comunidades cristianas no hemos enseñado ni alentado sino a rezar oraciones vocales, o a vivir una oración mercantilista, o a acudir al Señor en situaciones de problemas o enfermedad grave.
Pero Jesús quiere estar cerca de nosotros siempre; él quiere sembrar en nosotros la semilla de su presencia constante, para que vivamos en una actitud de serenidad profunda y de acción de gracias. Si quieres vivir sereno y con alegría, reza. La oración te enseñará a dejar los criterios de este mundo; criterios de posesión, de éxito externo, de acumulación, para vivir en la simplicidad y la belleza de su amor. El que reza, ama. El que reza como un pobre, de los pobres se compadece. El que reza por la paz, se hace artesano de la concordia. El que reza incansablemente por la justicia, encuentra modos y formas de impulsar un mundo más humano.
La oración es el pan cotidiano de nuestras almas.




























