(Marcos 13,24-32) LA MUERTE y, aún más el fin del mundo, son temas tabú en nuestra cultura. Por una parte, la fe cristiana durante mucho tiempo estuvo alienada en el premio o el castigo eterno que merecerían nuestros pecados; y en vez de ser una fe que llenara de sentido y plenitud nuestra vida, la llenaba de miedo y de temor. Por otro, nuestra cultura ha ido alejando a la enfermedad terminal y la muerte a los hospitales y tanatorios, y vivimos en la ensoñación y en la falsedad de una vida que no muestra su fin.
La vida en la Tierra se acabará y nuestra vida biológica llegará un día a su fin. Estas son verdades palmarias. Cuando el Evangelio nos habla de que “el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor y las estrellas irán cayendo del cielo” nos está revelando, precisa y sorprendentemente, que el destino de nuestra vida no es la muerte, sino la comunión con Cristo: “Entonces verán al Hijo del hombre con gran poder y gloria”.
Lo que le da verdadero sentido a nuestra vida aquí en esta Tierra, es la relación personal con Cristo, que nos hace vivir en comunión profunda con los nuestros; y eso es lo que podremos vivir en plenitud después de esta vida. Solo el amor perdura. Todo lo que no sea amor: orgullo, vanidad, envidia, avaricia, miedo, dolor, angustia… será polvo. El amor interesado no es amor, sino propio interés. ¿Cuánto pesa el amor en lo que vives? Quien tenga poco amor, ¿poco amor vivirá eternamente? Tenlo en cuenta.