La última película del tres veces ganador del Oscar Daniel Day-Lewis, puede ser, efectivamente, su última película. El actor británico, uno de los más grandes de la historia, ya ha anunciado otras veces su retirada, y ha terminado volviendo al cine. Pero parece que esta retirada sí puede ser la definitiva.
Estados Unidos, 2017 (130′)
Título original: Phantom thread.
Escrita y dirigida: Paul Thomas Anderson.
Producción: Paul Thomas Anderson, Megan Ellison, Daniel Lupi, JoAnne Sellar.
Fotografía: Paul Thomas Anderson.
Música: Jonny Greenwood.
Montaje: Dylan Tichenor.
Intérpretes: Daniel Day-Lewis (Reynolds Woodcock), Vicky Krieps (Alma), Lesley Manville (Cyril), Sue Clark (Biddy), Joan Brown (Nana), Harriet Leich (Pippa), Dinah Nicholson (Elsa), Julie Duck (Irma), Maryanne Frost (Winn), Elli Banks (Elli), Amy Cunningham (Mabel), Amber Brabant (Amber), Geneva Corlett (Geneva).
Y ojo porque puede hacerlo a lo grande. Day-Lewis puede dejar el cine ganando el que sería su cuarto Oscar como actor protagonista, convirtiéndose en el intérprete más premiado por papeles protagonistas.
En el Londres de los años 50 del siglo pasado, Reynolds Woodcok es un famoso modisto que viste a la más selecta sociedad británica, e incluso a parte de la realeza europea. Un día, el soltero Reynolds conoce a Alma, una joven camarera que pronto se convierte en su musa y amante. Su vida, que hasta entonces había estado cuidadosamente controlada y planificada, se ve alterada por la irrupción de esta mujer, que no está dispuesta a ser un objeto más, ignorado la mayor parte del tiempo, por parte de Reynolds.
El déspota Reynolds es un ser incapaz de querer a otra mujer que no sea la que le enseñó el oficio y que se le aparece en sueños, en pesadillas, presente en cada rincón de su vida, (ay, ese complejo de Edipo…), y por ello se boicotea a sí mismo buscando la excusa más nimia (el ruido de untar mantequilla en las tostadas), para reventar el más mínimo atisbo de amor que vaya surgiendo en su vida. Day-Lewis y Anderson dotan al personaje de mil y un matices que lo hacen real, más complejo que el cliché que podía haber sido.
El cine de P.T. Anderson siempre se ha caracterizado por su complejidad. Lo que en apariencia es la historia de un personaje potente (sus películas suelen girar alrededor de un protagonista masculino, un ser endiosado ególatra y misántropo), siempre esconde algo más. También es habitual en su obra que los géneros fluctúen y que, si no estás preparado, en algunos momentos te chirríe lo que te está contando. Pero lo cierto es que todo está medido hasta el milímetro, y que no hay absolutamente nada dejado al azar, nada casual. Ello a pesar de que la trama mezcle (con habilidad de relojero) el melodrama romántico, con la comedia negra e incluso el terror psicológico.
Durante una larga primera parte, la película (construida milimétricamente y que muestra la misma obsesión por el detalle que su protagonista) enamora por su aspecto, pero lo que hay por debajo, la intrahistoria, no termina de enganchar, porque (decíamos antes) hay algo que chirría y que desentona. A pesar de las buenas interpretaciones, de la estupenda banda sonora de Jonny Greenwood, de la gran fotografía (obra también de Anderson), hay algo que te mantiene fuera de la película. Pero entonces, las piezas encajan, los trozos de tela forman el vestido completo y todo se acopla al cuerpo. Y, ahí sí, ya descubres su belleza, su potencia, su grandeza.
Puede ser el mejor papel del actor británico, pero no hay que olvidar a las dos mujeres que lo acompañan. Una Leslie Manville soberbia en el papel de hermana de Reynolds, la que maneja el negocio mientras él se dedica a crear; y el maravilloso descubrimiento de Vicky Krieps, ese personaje mágico que es Alma, la horma del zapato del protagonista, tan obsesiva como él, y que tiene la mejor escena de la película: esa en la que prepara una tortilla (y el diálogo posterior), que es sencillamente demoledora.
