Hay un gesto del toro bravío, que muge y bufa furioso con ojos de fuego, donde se expresa como un símbolo de la violencia. Pero en el toro no hay violencia, es fuerza de agresividad instintiva, con el fin de la supervivencia. En el lance, la violencia viene dirigida desde sus verdugos y sus espectadores. Por mor de un arte antiguo donde se expone, con un sentido de “belleza artística”, las sucesivas heridas y muerte del animal, para quienes disfruten del espectáculo.
La violencia, como actitud que utiliza la agresividad (aunque manifestada con templanza y elegancia), no como instrumento de supervivencia, sino para producir un daño en otros seres vivos como instrumento de diversión.
En la cultura romana, los espectáculos sangrientos eran la manifestación del máximo poder, que se permitía a su antojo sacrificar vidas por placer. En nuestra cultura no deja de ser rocambolesco el toreo como fiesta. Porque entra en contradicción con los valores que se proclaman beneficiosos en la actualidad, la no violencia, el respeto por los seres vivos y la naturaleza… (¡Reconocidos en nuestras Leyes!).
Grandes extensiones de dehesa quedan transformadas irreparablemente para la cría de los toros bravos. Destinados al regocijo artístico, de un cuadro vivo y sangrante, expuesto en una tarde. No hay pinceles, hay armas, y un negocio muy rentable que sostiene la tradición, desde aquellos circos romanos. El emperador, el empresario millonario que puede poseer el monte, y el gran negocio. Y en la punta de la lanza el torero, con una alta prima por trabajo de máxima peligrosidad, por un alto precio, y una crecida valentía. Y el numeroso público que vibra con la lucha del hombre y el toro, del toro por la vida.
El empresario pone el toro, el niño rico y mimado de la ganadería, anchos montes de encinas para su cría. El ayuntamiento pone la plaza, el circo, para los votantes amantes del toreo. El torero su arte, su arrojo de león conocedor de su superioridad en armas y técnicas humanas. El público su mirada, que observa y siente la agresividad de un lance estéticamente armonioso, entre la naturaleza pura del animal y una antigua estrategia humana, que le dirige a su mortal final, que destruye su altiva bravura, y derrama su sangre en exhibición de su triunfo. Y el público respira tranquilo tras su muerte, se ha olvidado de la hipoteca, del duro trabajo, de algún grave problema, yace ante sus ojos rendido para siempre. El poder destructor del hombre queda demostrado, ha vencido al poderoso animal que le embiste como símbolo de las cornás que da la vida.
Una expresión artística que se mantiene en países donde la violencia no es difícil de encontrar en vivo y en directo. Aunque en el nuestro no hay peleas de gallos, ni peleas de perros (como por ejemplo en Méjico), aunque no me refiero sólo a la violencia de exhibición. Países donde los animales –sobre todo si sostienen poderosas fortunas de rancio abolengo- no son considerados, prácticamente aún, sujetos de derechos y respeto, ídem del territorio natural, aún no somos tan europeos. Negocio que se exporta y atrae a un curioso y asombrado turismo. Son reliquias del circo romano.
Espectáculo No Apto para personas que rechazan la violencia en todas sus manifestaciones, y aprenden y enseñan a sus hijos e hijas a no disfrutar con ella.