(Mateo 4, 12-23)
– Andrés, cuéntanos cómo fueron los primeros momentos.
– Si ya os lo he contado muchas veces… Pero, la verdad, es que nunca me canso de recordarlo y de recrearme en aquel tiempo en el que se iba abriendo en nosotros la puerta a la esperanza.
– ¿Te refieres a cuando os llamó en el lago de Galilea y lo seguisteis?
– Ese momento fue crucial, pero ocurrió tan de repente que fue como un relámpago. Todo comenzó un poco antes, cuando conocimos a Jesús, el Nazareno le llamábamos entonces, y él iba recordándonos las promesas de Dios que nos transmitieron los profetas. Él nos hablaba de un mundo de hermanos en el que el lobo y el cordero habitarán juntos, porque el lobo ya no comería carne; de un mundo en el que los jueces iban a ser justos y pondrían la vida de los hijos de Dios por encima de todo; un mundo en el que los campos alimentarán a quienes los cultivan y donde los albañiles, y todos los trabajadores, tendrán casas dignas para sus hijos; donde todos reconocerían a Dios como Padre…
– ¿Y ese mundo está más cerca ahora que antes?
– No es que esté más cerca, es que ya lo comenzamos a vivir. Entre nosotros, entre los que seguimos a Jesús crecía un sentimiento profundo de fraternidad y de afán de servir a los demás, de ayudar a los más pobres. La fe en Jesús y en Dios Padre, tal como él nos la explicaba, ya estaba cambiando nuestro mundo. Hijos, que no se os olvide nunca: todo comienza a cambiar con un abrazo que mira al futuro, con un encuentro con quien ha sufrido, con un rato de oración profunda. Sólo así cambia todo.