(Lucas 1,26-38) LOS SUEÑOS que Dios tiene, se los propone a los hombres. Nunca nos fuerza, siempre nos invita. Siempre respeta nuestra libertad y espera que los acontecimientos alegres y difíciles de nuestra historia nos hagan madurar en el amor, nos permitan descubrir su rostro que es Misericordia.
Cuando hablamos de María de Nazaret, los sacerdotes solemos alabar su humildad y sencillez. Pero en el relato de la Anunciación, cuando Dios propone a aquella débil muchacha ser la madre del salvador, y espera su respuesta afirmativa para realizarlo, quien de verdad aparece con una humildad que sobrecoge es Dios mismo. Dios había soñado con hacer de la humanidad, enfrentada y dividida, esclavizada por el pecado y la violencia, un pueblo de hermanos. Lo había pensado hacer a través de su propio Hijo hecho hombre. Y para realizar ese sueño le pide colaboración a aquella muchacha de la aldea de Nazaret; y esperó, en silencio, el silencio de María, hasta que pronunció: “Hágase en mí según tu Palabra”.
Dios hizo soñar a María de Nazaret su propio sueño. También a nosotros nos propone sus sueños de liberación y salvación del pueblo; también a nosotros nos propone su sueños de una humanidad que vive en fraternidad, donde no hay enemigos, donde todos son hermanos, donde cada persona abre su cuerpo y su espíritu a la presencia de su bondad.
Todos nosotros podemos escuchar nuestro nombre de labios del propio Dios en los acontecimientos de nuestra vida; a todos nos propondrá impulsar su Reino; a todos llenará de Vida Nueva nuestra vida; sus caminos serán sorprendentes para todos, como lo fueron para la virgen de Nazaret.