Lucas 24, 36-48CORRÍAN los siglos XVIII y XIX cuando ciencia y fe parecían contradecirse y oponerse irremisiblemente. En el siglo XX eso cambió; es verdad que de vez en cuando algún divulgador de la ciencia, poco ilustrado o poco sincero, se sigue empeñando en que eso sea así. Pero el último gran filósofo de la ciencia, Thomas Kuhn, al analizar la historia de la ciencia descubrió que para la comprobación de una teoría científica innovadora e importante hacía falta la fe de toda una comunidad de científicos, dispuestos a sacrificar su vida en ese empeño.
La fe es, en cierto sentido, creer sin pruebas; pero, en otro sentido, es la capacidad de comprender la luz que procede del fondo de nuestra vida y que nos permite vivirla con consciencia y lucidez. Nada más dañino y destructor que contraponer ciencia y conciencia. Nada más enriquecedor que ir intuyendo y comprobando como la luz de la fe nos permite descubrir el verdadero sentido de nuestra vida y de toda la historia.
No es fácil descubrir el poder del perdón, ni la fuerza de la cruz, ni la capacidad de transformación histórica de los pobres, ni la luminosidad que brota de la contemplación, “a oscuras y segura”, de la presencia de Dios. No es fácil, pero conforme uno se entrega a la verdad presentida, se nos va revelando la verdad, que no vemos, por transparente y cristalina.
Echa cuentas de cuántas veces la vida te ha ido abriendo la inteligencia para que descubras lo importante como importante; para que descubras tus propias capacidades y limitaciones; para que acojas con infantil confianza a Quien siempre nos sorprende. No esperes que sea tarde para abrir tu ciencia a la conciencia que te interpela.