(Mateo 22, 23-30) Muchas religiones creen en la continuidad de la vida de las personas después de la muerte. Nuestro cuerpo, dicen los budistas, es como un vestido viejo del que el alma se despoja al morir. Los musulmanes también creen en un paraíso al que van los justos. A decir verdad, el primer rasgo de humanidad que constatan los antropólogos son los restos arqueológicos de tumbas, en las que siempre aparecen ofrendas que el difunto necesitará en la otra vida.
Cuando se busca la secularización de la vida política y social, surge la necesidad de “honrar la memoria de los que han fundado la nación”; unas honras que en poco se distinguen del culto a los difuntos.
Los cristianos no creemos en la supervivencia de nuestra alma cuando el cuerpo muere. La fe cristiana no se basa en el deseo humano de pervivir a la muerte, sino en la experiencia de la resurrección de Cristo. Por el testimonio de los apóstoles creemos que Jesús, muerto en la cruz, resucitó y se convirtió en fuente de vida para los que creen en él. Por esa fe sabemos que nuestros difuntos viven en él; que el amor que vivieron sigue vivo, porque él es amor y quiere que su amor sea eterno.
Por nuestra fe los cristianos sabemos que nuestros difuntos viven de la presencia y la bondad del Dios de la Vida. Dios es Vida, y en su presencia la muerte se desvanece. En su presencia hasta nuestra mezquindad retorna al impulso del que nació: la necesidad de ser protegido y amado; y en su presencia se ve colmado.