Lucas 21, 25-36
Todos sabemos lo que pesa una hipoteca. Se lleva la mitad del presupuesto familiar y nos priva de la posibilidad de vivir más holgados, de emplear más tiempo con los nuestros porque no nos queda más remedio que trabajar horas extras. Una hipoteca elevada puede dar al traste con la economía de una familia si alguno de los padres cae enfermo o simplemente pierde su empleo. No lo tienen mal pensado, una familia hipotecada es fuente de personas sumisas ante las injusticias y, a la vez, propensas al resentimiento.
El mundo nuevo al que Dios nos reta y nos llama, el mundo nuevo que Dios nos promete es un mundo sin hipotecas; ni económicas, ni morales. También las hipotecas personales pesan lo suyo. Cada uno tenemos una serie de hipotecas personales, de errores en el planteamiento de nuestra vida que vamos arrastrando día tras día sin atrevernos a cancelar, sin que nos atrevamos a cambiar; situaciones en las que nos damos por derrotados antes de plantear batalla.
En este Adviento Dios viene a decirnos que no tengamos miedo, que luchemos por una vida sin deudas de por vida. Mira las hipotecas que tienes, mira cuánto te hacen sufrir y busca la forma de reconciliarte contigo mismo, con los demás y con Dios.
Pero también es tiempo de que exijamos a nuestros políticos que dejen de beneficiar al gran capital inmobiliario y que miren por el bien y las necesidades de las familias. Que no permitan que el tener una casa pase de ser un derecho a ser una pesadilla. Adviento es tiempo de esperanza y de purificación del pecado. ¿Y no es pecado que unos cuantos se enriquezcan con la sangre de la inmensa mayoría? ¿A quién benefician más las rotondas que se hacen en nuestro pueblo, a los empresarios de la construcción o a las familias trabajadoras?