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(Marcos 3, 20-35) SI USTEDES REPASAN el credo, que es la síntesis de lo que los cristianos hemos de creer, verán que no aparece ni el pecado, ni el pecado original, ni la figura de satanás. Y es que el mal, el mal que se mete en los entresijos de nuestra vida y nos destruye, no es una verdad de fe, sino una evidencia que solo hay que abrir los ojos para corroborarla.

En las relaciones más sinceras y auténticas, de amistad o de pareja, se mete el orgullo de creerse mejor que el otro, el recelo de sospechar que el otro me quiere mal, la manipulación de querer poner al otro a nuestro servicio, y lo que era una amistad de vida compartida se convierte en ruptura que hace sufrir a todos.

Toda instancia de poder y de prestigio social parece que tiene intrínsecamente la semilla de la discordia. El poder corrompe, se decía; hoy sospechamos que los corruptos tienen más fácil llegar al poder. Nadie escucha razones, sino el morbo de la frase altisonante y del insulto. Nadie parece buscar el bien común, sino el bien del partido del que quiere medrar. Los discursos que apelan al sentimiento visceral del rechazo al otro por su ideología están carcomiendo nuestra sociedad.

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Nuestra condición humana parece lastrada. Necesitamos Alguien que en la transparencia de su vida clarifique las aguas que hemos enturbiado. Necesitamos a Alguien que amándonos aun pecadores, nos infunda su amor.

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