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(Mt 25,31-46) El sufrimiento del pobre, del inocente maltratado, del que sufre provoca en nosotros un grito hondo que nuestro corazón no puede dejar de escuchar. Ese grito, silente y ensordecedor, nos hace personas.

La revelación bíblica ha mostrado siempre que el clamor del pobre llega a los oídos de Dios. Y Dios llama a hombres y mujeres para que sean sus manos de misericordia y sus labios de consuelo. Así hizo con Moisés cuando desde la zarza ardiente lo envió a liberar a su pueblo que sufría esclavitud en Egipto. Así lo hizo con los profetas cuando clamaban contra la injusticia y la impiedad de los poderosos de Israel. La plenitud de la revelación, el Verbo hecho carne, Jesucristo lleva hasta lo inaudito esta verdad: “Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; estuve enfermo o en la cárcel y vinisteis a verme”. Jesucristo nos revela su presencia real en la persona sufriente, la presencia real de Dios en quien necesita de nuestra ayuda y consuelo.

¿Qué manera de ser tiene Dios para identificarse real y personalmente con el que sufre? ¡Qué distinto el Dios verdadero de aquellos ídolos, que quieren suplantarlo, y en nombre de los cuales se maltrata o se asesina!

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Manos y ojos misericordiosos por toda la eternidad, ese es el Dios verdadero, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Permítenos, Señor, acercarnos a ti, al pobre humildemente.

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