El atrevimiento de Jesús

(Juan 14, 1-12) Un día me dijo un amigo que presumía de no ser creyente, a pesar de que había tenido una relación de amistad profunda con otro sacerdote, con Diamantino García: “Vosotros los cristianos, yo creo que os centráis demasiado en Jesús; hay muchas otras personas a las que admirar y que pueden servirnos de inspiración. ¿A qué tanta insistencia en Jesús de Nazaret?”

Y parte de razón tenía. Los cristianos tenemos como centro de nuestra vida y de nuestra experiencia religiosa una persona, que vivió en un momento de la historia y en un pequeño país del mundo. Es sorprendente. Más sorprendente aún es que esa persona dijera a sus discípulos: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; quien me ve a mí, ve al Padre que está en los cielos.” No me digan ustedes que no es un atrevimiento inusitado. Y, sin embargo, a lo largo de dos mil años de historia, innumerables personas, desde labriegos iletrados hasta eximios intelectuales, desde revolucionarios políticos hasta ascetas y místicos, han encontrado plenitud y esperanza para su vida en la Vida de Jesucristo.

No llenan nuestro corazón los ideales abstractos con los que soñamos en la adolescencia; ni el amor con condiciones que podemos entregarnos unos a otros desde nuestra limitada libertad. Estamos hechos para acoger un amor que nos haga ir más allá, y vivir corporalmente trascendiéndonos. Ninguna “inmaterialidad de pensamiento” nos puede hacer feliz. Sólo el abrazo y la comunión, el beso y la compañía, la mirada comprensiva y la palabra que alienta, la broma amistosa y la declaración torpe del enamorado, ponen luz en nuestros ojos. Y eso sólo lo puede una persona, frágil, humana, fraterna, que comparta su pan y vino con nosotros.

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