Hasta finales del siglo XVIII, los difuntos eran enterrados en el interior de la parroquia de Santa María Magdalena. Pero en el verano de 1786, el provisor y vicario general del Arzobispado, dada la alta mortalidad que se estaba produciendo debido a una epidemia de fiebres tercianas, decretó la prohibición expresa de las inhumaciones en el interior de la iglesia de la Magdalena y ordenó la construcción de un camposanto en la villa, que terminaría llevando el nombre de la parroquia nazarena.
El entonces párroco Juan Vázquez Soriano determinó pronto la puesta en marcha de lo ordenado y las obras comenzaron en agosto de aquel 1786 con la realización de la cerca por parte de Manuel de Castro, maestro alarife de Los Palacios. El cementerio, primero que hubo en la villa, quedó ubicado no a las afueras, como disponían las autoridades, sino junto a la iglesia, más o menos donde hoy se alzan los salones parroquiales.
Aquellas primeras actuaciones concluyeron en septiembre de 1786, y en ese mismo mes ya se produjeron los primeros enterramientos en ese recinto. No obstante, las obras continuaron, hasta que el cementerio quedó totalmente concluido el 26 de marzo de 1791. En total, en los últimos años de la edificación del cementerio se gastaron 2.288 reales y seis maravedíes, siendo el encargado de dirigir las obras el oficial alarife Martín Alonso.
Sin embargo, hubo numerosos nazarenos que no desearon ser enterrados en otro lugar que no fuera suelo sagrado, pues la costumbre y tradición pesaban aún demasiado. De ahí que en sus testamentos mandaran recibir sepultura en el interior de la parroquia. Pero con el paso del tiempo, los nazarenos fueron “capitulando”.
Afortunadamente, contamos con algunas descripciones del primer cementerio nazareno. La célebre escritora Fernán Caballero, llegó a escribir sobre este recinto: “La pequeña casa en que vivía [el sochantre] con su excelente y amante mujer y una sobrinita huérfana que había prohijado -prosiguió la marquesa-, era digna de ser el albergue de aquellas apacibles existencias. Estaba situada, con la capilla [se refiere a la de Santa Ana], entre la iglesia y nuestra hacienda: a la espalda tenía el alegre cementerio… Sí, sí, alegre digo, aunque frunza usted el ceño. Nada más apacible podía darse que aquel lugar tan verde bajo aquel azul tan puro a la sombra de aquella respetada iglesia. Puede que, si allá se hubiese enterrado a un ajusticiado o excomulgado, hubiera perdido su apacible fisionomía; pero no era ese el caso”.
Y también: “Era tan profundamente tranquilo aquel rincón que, ¿lo creerá usted? hasta con la muerte se vivía allí familiarizado. Ahora bien; hacer aparecer la muerte suave, sin que infunda horror ni tedio, ¿no es una altura a que pocas veces alcanza el hombre religioso más metido en Dios, el filósofo más desengañado del mundo? La hacienda en que habitábamos sólo estaba separada del cementerio por un pequeño corralón en que pacían unas ovejas; pues creed que ningún horror me inspiraba la cercanía de aquel lugar de descanso de los campesinos”. Eduardo Antón Rodríguez, por su parte, en su Guía del Viajero por el ferro-carril de Sevilla a Cádiz (1864), apuntó lo siguiente, no sin un poco de sorna: “el cementerio de la villa está pegado a la iglesia, y hallándose ésta en la plaza mayor, aparece a los ojos del viajero un fenómeno raro por su originalidad y que pudiera pasar por un epigrama en los tiempos que alcanzamos: el cementerio en la plaza de la Constitución, o lo que es lo mismo, la Constitución en la fosa”.
Durante el Sexenio Revolucionario (1868-1874) hubo intención, por parte de los capitulares nazarenos, de clausurar el viejo cementerio de Santa María Magdalena, por razones higiénico-sanitarias, y trasladarlo a las afueras de la población. Sin embargo, las agitaciones y vaivenes políticos de ese período histórico impidieron llevar a cabo ese traslado. Poco hubo que esperar, pues una vez iniciada la Restauración Borbónica en 1874 y conseguida, al fin, la estabilidad política, el nuevo consistorio encabezado por José Carballido Cotán recuperó el proyecto y, en 1875, en terrenos cedidos por el Arzobispado, se inauguró el nuevo cementerio de San Sebastián, viniendo a sustituir al de la Magdalena.
Cerrado el primitivo cementerio de la parroquia, en los siguientes años se procedió al traslado de la mayoría de los restos mortales al nuevo camposanto y, poco más tarde, se construyó en parte de su solar la que sería casa del sochantre, que estuvo en pie hasta la segunda mitad del siglo XX.
Foto del mes
Traemos en esta ocasión a esta página una curiosa fotografía, tomada en 1901, en la que posan los nazarenos Faustina Valera García (1872-¿?) y José Gómez Martín (1871-1951). La instantánea se realizó en el estudio fotográfico de Juan Astray, ubicado en el n.º 4 de la madrileña Puerta del Sol. Faustina era hija del almacenista Manuel Valera Gómez y de la mítica Brígida García, de la que se cuenta que fue la primera en cocer aceitunas en Dos-Hermanas. Hermanos suyos fueron el destacado periodista Manuel Valera y el que fuera alcalde constitucional de la villa entre 1906 y 1907, Francisco Valera García. Por su parte, José Gómez, conocido en el pueblo como ‘Culebra’, era hijo de otro rico hacendado nazareno, Francisco Gómez Rivas, que fue alcalde en dos ocasiones en la época del Sexenio Revolucionario. El propio Gómez Martín llegaría a la alcaldía nazarena en los años de la dictadura de Primo de Rivera, llevando a cabo numerosas y beneficiosas reformas en la villa. En la fotografía aparecen ambos cogidos del brazo y elegantemente ataviados, ella sosteniendo un abanico, y él (con poblado mostacho), un clásico bombín.