(Mt 18, 16-20)
Podemos pedirle a Dios muchos favores, y puede que nos los conceda; pero si la salvación de Dios son los favores que hace por nosotros, todavía no somos verdaderamente cristianos, todavía no es Él nuestra auténtica salvación. Dios sería nuestro salvador, no nuestra salvación; y no es esa la experiencia de la auténtica espiritualidad cristiana. Sería una tristeza enorme para nuestras ansias de absoluto que el horizonte con el que nos tuviéramos que conformar fuera el de lo que Dios hace por nosotros, ajenos a su verdadera intimidad.
La única satisfacción que desea el alma tocada por Dios es la comunión absoluta fruto de una autodonación plena. Lo decía San Juan de la Cruz:
¡Ay!, ¿quién podrá sanarme?
Acaba de entregarse ya de vero.
No quieras enviarme
de hoy más ya mensajero:
que no saben decirme lo que quiero. (…)
En el hombre toda entrega es limitada, parcial; es entrega de algo nuestro, no de nuestra plena y auténtica intimidad. Y, sin embargo, sólo cuando nos entregamos a los otros desde nuestra intimidad, y los otros se nos entregan íntimamente podemos decir que vamos siendo personas auténticas. La gran limitación de las personas está en que sintiéndonos llamados a realizarnos en la entrega, no podemos entregar sino signos de nuestra propia intimidad: caricias, servicios, palabras…; pero lo más radical de nuestra intimidad aparece velado, y siempre sentimos miedo de disolvernos, de alienarnos, de anonadarnos en esa entrega. Y siempre nos entregamos parcialmente.
La gran noticia de la revelación cristiana es que Dios se nos entrega absolutamente para que podamos romper las barreras y las limitaciones de nuestra realidad corporal y vivir en un amor que supera nuestros propios deseos. Dios se entregó a su Hijo sin límites, y en esa entrega no le dio ninguna cosa, se dio a sí mismo, su propia realidad divina: lo engendró de su misma naturaleza, como dice el credo apostólico. Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios.