No sé cómo decírtelo, seguramente crees que lo haces por mi bien, pero no puedo evitar sentirme raro, molesto, mal.
Me regalaste un balón cuando apenas empezaba a andar, aún no iba a la escuela cuando me apuntaste a un equipo.
Me gusta entrenar durante la semana, bromear con los compañeros y jugar el domingo, como hacen todos los equipos chicos y grandes.
Pero cuando vas a los partidos… no sé, ya no es como antes.
Ahora no me das una palmadita cuando termina el partido, ni me invitas a un bocata.
Vas a la grada pensando que todos son enemigos, insultas a los árbitros, a los entrenadores, a los jugadores, a otros padres.
¿Por qué has cambiado? Creo que sufres, y no lo entiendo. Me repites que soy el mejor, que los demás no valen nada a mi lado, que quien diga lo contrario se equivoca, que sólo vale ganar.
Ese entrenador del que dices que es un inepto es mi amigo, el que me enseña a divertirme jugando.
El chaval que el otro día salió en mi puesto ¿te acuerdas?. Sí, hombre, aquél a quien estuviste toda la tarde criticando porque “no servía ni para llevarme la bolsa”… Pues ese chico está en mi clase: cuando lo vi, me dio vergüenza.
No quiero decepcionarte, a veces pienso que no tengo suficiente calidad, que no llegaré a ser profesional y a ganar cientos de millones como tú quieres.
Me agobias. Hasta he llegado a pensar en dejarlo, pero me gusta tanto, papá, por favor, no me obligues a decirte que no quiero que vengas a verme jugar.