Hace unos dos mil quinientos años la vida discurría en gran parte paralela a los ciclos agrícolas. Fue la época en parte de Europa de la civilización de los celtas.
En el área europea, noviembre, como ahora, era un mes de lluvias. Terminada la siembra y hasta iniciarse las tareas del invierno las gentes disfrutaban de un tiempo intermedio de ocio que dedicaban a sus creencias en la vida del más allá, a sus cultos y sacrificios. Para los celtas el mes de noviembre estaba dedicado a Taranno, dios de las tempestades. Se celebraban banquetes comunales entre los campesinos.
De seis a siete siglos más tarde empezó a madurar la irrupción de las creencias cristianas en Europa. La Iglesia, poco a poco fue dando color cristiano a las viejos cultos hasta transformarlos, unos más otros menos, en actos y actitudes distintas. Llegado el s.VII, en tiempos de papa Bonifacio IV, el 13 de mayo del año 610, el viejo panteón romano de Agripa, casa de todos los dioses del Imperio fue consagrado a la Virgen María y a todos los santos mártires o testigos de la nueva fe.
En nuestros días aún se celebra la fiesta de Todos los Santos seguida de la de Difuntos. Existe una complicidad entre la paganía celta y las creencias cristianas por ciertas similitudes entre ambas. En las costumbres celtas, All-hallow even puede verse como un modelo de la mirada anterior a los cristianos en lo cultual, los ritos, las creencias en la otra vida, en los espíritus, en la convivencia con los muertos. Los historiadores de hoy conceden gran relevancia a las costumbres celtas de la antigüedad y de la alta Edad Media. Durante siglos ocuparon el territorio que va desde Irlanda hasta la mitad de España con una extensión hacia el norte de Italia. Para esta cultura el primero de noviembre se iniciaba el ciclo de invierno. La víspera del día uno, los muertos se hacían presentes durante tres días, misteriosamente, a los vivos. Se sacrificaban animales, se encendían velas como signo de la proximidad de los difuntos. Los druidas, sacerdotes de la religión céltica, cortaban muérdagos para hacer curaciones que aparecían a los creyentes como milagrosas. Muertos y vivos convivían en los días de la celebración en los hogares de las gentes y se cantaba al son de la música.
La Iglesia del siglo VII trató de superponer sobre la fiesta céltica la conmemoración de todos los Santos. La operación era viable aunque no fácil. La misma palabra All-hallow even, que luego se contrajo en Halloween por el uso y los tiempos, se refiere a ”la víspera de todo lo sagrado”. Celebraría pues la Iglesia la conmemoración de los bienaventurados cristianos muertos o vivos, gentes hambrientas de justicia, de limpieza de espíritu, de benevolencia y deseos de paz. Era una actitud nueva para tiempos nuevos, sin estorbar las creencias antiguas ultramundanas ni el departir con los que ya pasaron la prueba ineludible de la muerte.
Hasta aquí, muy resumida, la narración europea del tema. La versión americana se inició con la llegada del Mayflower cargado de colonos irlandeses a las costas de los Estados Unidos. Allí se matizó la historia y más tarde, ya en tiempo más próximo a nuestros días, se comercializó con variantes pintorescas y que hacían más hincapié en aspectos tenebrosos. Muchachos disfrazados, casas pintadas para espantar a los espíritus, pequeños chantajes con el “Trick or treat”, que venía a ser “o me das un regalo, una comida o te ataco con alguna broma”. A las inocentes calabazas con velas encendidas se añadieron conceptos de brujerías y relaciones diabólicas.
Así que la fiesta que en los últimos años nos ha llegado de la mano del sistema tan manipulada es de origen celta e irlandés y, si se nos apura, también español, si se tiene en cuenta nuestro origen celta. Aún, no hace mucho, se tenía la costumbre en el alto Aragón y parte de la provincia de Madrid, de niños que portaban calabazas con velas encendidas, pedían dulces y escondían las calabazas en lugares estratégicos par asustar a las mujeres del pueblo.





























