MUCHAS VECES no es que seamos malos, respiramos por la herida. Y cuando respiramos por nuestras heridas, y cuando más viejas más poder tienen sobre nosotros, nos volvemos irascibles, rencorosos, lascivos, intolerantes… Hay veces que hasta nuestro cuerpo lo delata: entrecejo fruncido, gesto huraño, manos cerradas en puños, músculos rígidos y tensos. Nos pueden nuestras frustraciones del pasado, nuestros complejos e incapacidades, la historia de sufrimiento con que cada uno convive.
Pero esas heridas no tienen que ser excusa para encerrarnos en un victimismo con el que justificar el daño que hacemos a los demás. Nuestras heridas pueden hacernos más comprensivos y tolerantes, porque sabemos lo que los demás pueden estar sufriendo; pueden hacernos más fuertes ante las dificultades, porque ya hemos superado muchas; pueden hacernos vivir pendientes del amor de Quien siempre está a nuestro lado.
Nuestras heridas, vividas en las de Jesucristo, pueden hacernos vivir: concordes en un mismo amor y sentir, siendo comprensivos unos con otros; humildes y considerando a los demás superiores a nosotros mismos, sabiéndonos limitados y necesitados del perdón del otro; abriéndonos a las necesidades y a la forma de ver la vida de los demás. Nuestras heridas, cuando las vivimos acogiéndonos a la fuerza de Jesús en la cruz pueden ser fuente de una bondad distinta, una bondad humilde y comprensiva.
Sólo quien es consciente de que también ha estado en el fondo puede comprender a todos.