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(Sofonías 3,14-18) La ALEGRÍA siempre se anticipa. Se alegran los padres antes de que nazca el hijo; se alegran los niños con la mera noticia de que irán a jugar donde ellos desean; se alegra la familia en paro cuando saben que alguno de sus miembros va a entrar a trabajar; se alegran los abuelos cuando sus nietos le dicen que van a ir a verlos… La alegría tiene la capacidad de la luz de iluminar el camino antes de todo pueda verse con claridad.

Así es el nacimiento del Salvador. “Alégrate hija de Sión, grita de gozo Israel; regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén. El Señor ha revocado tu sentencia, ha expulsado a tu enemigo”, dice el profeta Sofonías en este tercer domingo de Adviento. El nacimiento del Niño Jesús hace que nuestra carne, madre de caricias y de dolor, sea hija del mismo Dios; que nuestro corazón, tan ambiguo y frágil, adquiera la fortaleza de quien fue fuerte ante toda tentación; que nuestra vida, amenazada siempre por la caducidad y la muerte, pueda gustar en cada experiencia de amor la misma eternidad.

Continuaremos en la ambigüedad y necesitando vencernos a nosotros mismos, pero ya sabemos que nuestro destino es el amor: un amor de luz sin sombras; de generosidad sin cálculos; de perdón sin rencor; de alegría adolescente; de fecundidad madura que se complace en la propia donación. La fuerza de la persona para vivir la conversión cristiana es la alegría de ser amada y ser llamada al amor.

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