(Mc 6, 7-13)
— ¡Juan! ¿Tú dónde vas? ¿No ves que no puedes tener las cosas claras? Ese Jesús te tiene impresionado; es verdad que lo que dice y lo que hace convence, pero ni tú tienes edad, ni sabes todavía lo que quieres; ¿cómo te vas a ir a anunciar que viene el Reino de Dios?, ¿quién te va a escuchar a ti?
— Pues no lo sé, madre, si no puedo hablar porque sólo tengo 18 años tendré que escuchar lo que digan los otros; pero irme, me voy. No puedo quedarme aquí esperando a que maduren las uvas mientras Pedro, Andrés, Santiago y los demás comienzan a anunciar lo que Jesús nos ha contado y a ir haciendo lo que él ha hecho con nosotros. Después de escuchar mi nombre como uno de los doce que él ha escogido, ¡cómo no voy a irme? Tú es que eres mujer y no entiendes de estas cosas.
—¿Y de qué vais a vivir? ¿Vais a ser como esos sacerdotes que viven de lo que les dan las señoronas ricas y de las ofrendas de las pobres viudas?
—Madre, ofendiéndome no vas a conseguir que cambie de idea. Yo siempre viviré de mi propio trabajo, nunca me voy a aprovechar de la buena voluntad de la gente sencilla, no le reiré las gracias a los ricos para que me den limosna: ¿para eso crees tú que tus hijos se van con el Nazareno?
—Es verdad, Juan, perdóname; pero es que presiento tantos peligros. Peligro de los romanos que en cuanto ven que alguien piensa por sí mismo lo llevan como esclavo a lugares que no conocemos o lo asesinan sin piedad; peligro de los jefes de nuestro pueblo que en cuanto os escuchen hablar del Dios de la justicia y de la verdad, del Dios del perdón y de la vida no van a parar hasta que alguien selle vuestros labios. No te vayas, por favor, Juan, que te lo pide tu madre.
—Madre, es que usted no ha escuchado lo que dice Jesús; cómo habla del reino nuevo donde los limpios de corazón verán a Dios, y donde los que acogen la paz son los verdaderos hijos de Dios. Usted no ha visto cómo los más pobres recobran la sonrisa cuando él los mira y los acaricia. El otro día el tullido de la fuente de abajo se arrastraba para poder acercarse a él, y cuando Jesús lo vio y le habló se dibujó en su cara una satisfacción como yo nunca había visto. Ese hombre nunca lo había visto reír, nunca. O cuando…
—No sigas, Juan. Vete con mi bendición y cuídate, por favor.