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(Lucas 5,1-11) EN TODA VOCACIÓN cristiana hay un signo de la cercanía de Dios para la persona que la recibe y para los que contemplan su cambio de vida.

La vocación al matrimonio se acoge desde el signo de un amor que, renunciando a la satisfacción de los propios deseos y queriendo la felicidad del otro más que la propia, encuentra la verdadera plenitud personal; renunciando a la posesión del otro, encuentra la paz y el regalo de que el otro se le entrega. El signo del enamoramiento primero ha de purificarse para que aquella relación se convierta en amor verdadero, en amor fecundo y de plenitud.

La vocación a una vida consagrada al ministerio, al anuncio del Reino, a vivir con Cristo y como Cristo, solo de la voluntad del Padre, tiene siempre un signo tras de sí. Isaías fue llamado en el Templo. Pedro en su lugar de trabajo, en la barca de pescar. Pablo cuando perseguía a los que anunciaban a Cristo. En la vida de cada sacerdote y de cada persona consagrada hay un signo, humilde y sencillo, íntimo y luminoso, que nos ha hablado de cómo nuestra vida solo tiene sentido en el nombre de Jesucristo, siguiéndolo a Él, acogiendo su misión. Cuando una persona acoge ese signo como la llamada que Cristo le hace y se entrega a Él encuentra el camino de su plenitud.

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La llamada se convierte también en signo para los que perciben una transformación íntima y clara de aquel que conocían y ahora es una persona nueva.

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