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(Lc 15, 11-32) NUESTRA VIDA está llena de conflictos y sinsabores; y mientras más cercana y querida es la persona con la que nos sentimos agraviados, más dolor vivimos y más nos cuesta perdonar. Hay hermanos que llevan décadas sin hablarse por alguna razón de relativo peso. Hay parejas que a pesar de estar juntas no dejan de echarse en cara agravios del pasado, de años y años atrás. Vivir con rencor es, directamente, un sin vivir.

El evangelio del próximo domingo es la conocida parábola de Hijo Pródigo. Razones hubiera tenido el Padre para rechazar al Hijo Menor que le pidió su herencia en vida para no esperar a su muerte. Razones tenía el Hijo Mayor para rechazar la calurosa acogida del Padre a aquel Hijo Ingrato. Razones tenía el Padre para recriminar al Hijo Mayor que se hubiera sentido tantos años desgraciado e infeliz a su lado, sin derecho ni a festejar con sus amigos, y sin alegrarse al recuperar a su hermano…

«Razones”, «razones», «razones», pero la única razón válida está en el abrazo y la reconciliación. ¿Hasta cuándo guardar «dignamente» rencor?, ¿hasta dónde llevar nuestro orgullo herido? Era «Dios mismo quien estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuenta de sus pecados», nos dirá san Pablo.

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Debajo de la costra del resentimiento, late en ti un inmenso deseo de abrazo; de ser abrazado en tus errores y de abrazar al hermano que contigo erró.

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